9.24.2008

Cosa de Dos

Mientras afuera el Sol se ponía, enviando sus últimos rayos como mensajeros que llevan noticias desde el campo de batalla, encontrábame en el interior de un salón, en una clase de literatura. Nos adentrábamos en el hirsuto bosque de la New and Old Comedy como parte de un curso de filología románica que es el preámbulo para el estudio de la literatura medieval y del renacimiento.
La comedia Romana no es otra cosa que una adaptación de la comedia Griega para una cultura no helénica, quitando los elementos metafísicos que tanto amaban los griegos y reemplazándolos con la practicidad, el pragmatismo y la moderación que caracterizaba a los romanos. Es, como diría mi maestra, literatura griega con ‘splenda’ romana.

Mientras veía una presentación de diapositivas que consistía en máscaras, escenarios y actores de la comedia con las histéricas y violentas cadencias dóricas de la música de fondo, me ocurrió algo muy verosímil. ¿Has sentido alguna vez el cuerpo cansado pero la mente en pie? ¿Has sido alguna vez sorprendido por pensamientos extravagantes en los momentos menos esperados? ¿Has sido llevado por tus pensamientos al lugar más extraño? Si has sentido ganas de reír, de llorar o de gritar en medio de una clase, un discurso o en un servicio en la iglesia creo que entenderás mejor lo siguiente.

Aquella presentación era una sucesión interminable de danzantes imágenes de máscaras de belleza abominable, con sus bocas abiertas y sus cuencas vacías, como formas de antiguos dioses ciegos. Eran figuras grotescas de hombres solitarios sosteniendo máscaras mientras gritaban en el escenario haciendo el papel de soldado fanfarrón. Era un espectáculo extraño. Y en medio de ese espectáculo maduró en mi una idea y una interrogante con la cual quizá mi subconsciente trababa de alejarme de aquel entorno pagano.

La imagen de aquel hombre jugando a ser dos con su máscara me hizo pensar en las actividades que se pueden llevar a cabo a solas y en aquellas en las que necesita más de una persona.

Todo el tiempo realizamos actividades en absoluta soledad: nos bañamos, dormimos o pensamos a solas; pero nunca he oído a nadie dar un discurso o jugar tenis a solas. Creo que hay actividades para las cuales es menester la compañía de alguien más, pues tales actividades no tienen valor o sentido al ser efectuadas por un solo individuo. Aunque ahora recuerdo que alguien alguna vez me contó la triste historia de un pobre deán desprovisto de su sesera que predicaba con fidelidad y constancia a una multitud de bancas vacías.

Nunca comprendí a los que juegan ajedrez a solas y hacen el papel de ambos oponentes a la vez, pues según mi parecer parte de la emoción del juego —además de hacernos ejercitar la capacidad estratégica— yace en el hecho que nos enfrentamos a alguien más en un combate real. Es una batalla verdadera, con sentimientos encontrados, diferentes puntos de vista, historias distintas y sobre todo, palabras. Por eso me gusta jugar ajedrez con conocidos y al calor de un buen café. Creo que es la manera más caballeresca de sostener una larga conversación. (Escuché una vez que a Poe no le gustaba el ajedrez a razón de parecerle demasiado romántico que entre sus piezas haya caballeros y damas, pero ese es asunto aparte).

Hay cosas que creo que es necesario llevar a cabo a solas. Nunca pude estudiar en grupos y no creo en las lecturas múltiples. Una tan sola vez disfruté una lectura compartida con alguien, alguien muy especial por cierto. Aquella vez viajamos juntos a otro mundo mientras alternábamos párrafos de una historia genial; aparte de esa ocasión, mi tiempo de lectura es un tiempo a solas.
Realizamos nuestra higiene a solas, oramos a solas, nos cambiamos a solas, y (espero), llevamos a cabo nuestras necesidades fisiológicas a solas. Ahora recuerdo que curiosamente he oído a muchas personas llamar a la realización de estas necesidades ‘el llamado de la naturaleza’, cuando no creo que la pobre madre naturaleza —que tiene un padre en los cielos— se encargue de llamarnos para eso. ¡Qué triste asignación y qué trágica agenda! Si la naturaleza nos llamara, sería de cierto para algo más noble y de seguro se nos manifestaría en forma de hada o de dríade.

Existe otra categoría de cosas que según creo, pueden realizarse a solas o en compañía de otros. Puedo sentarme a solas con mi guitarra, cerrar los ojos y cantar una canción a solas, pero también puedo hacerlo con otros más. Podemos celebrar a solas o con la compañía de nuestros cercanos. Podemos caminar a solas para meditar o podemos hacerlo junto la dulce compañía de un amigo.

Después de pensar todo esto vino a mi mente una pregunta crucial. ¿Se necesitan dos para amar? Escuché a alguien decir que para pelear se necesitan dos. Y yo creo que eso es falso. Yo he peleado muchas veces y solo hizo falta la intervención de un ente extraño que aparece siempre que me acerco al espejo.
Entonces, ¿Cómo funcionan las cosas con respecto al amor? ¿Es necesario ser correspondido para amar de verdad? Una amiga me dijo hace días que no se puede amar lo que no se conoce, pero ¿No será que no podemos conocer a alguien hasta que decidimos amarle?
¿Es el amor cosa de dos? La Biblia dice que Dios nos amó antes que nosotros siquiera intuyéramos su existencia. Estoy de acuerdo que no hay punto de comparación entre lo que los humanos llamamos amor y lo que El llama Amor, escrito intencionalmente con mayúscula. Si Dios puede amarnos aún cuando no le amamos, entonces yo también puedo amar, aunque quien yo ame esté lejos y ni siquiera sepa que mi amor existe. En este punto pensé que el amor es cosa de uno, que no se necesitan dos para amar. Pero recordé que la Biblia dice también que Dios es en esencia amor, que el ‘amor’ verdadero tan solo proviene de El. Como dijera Jack una vez, cuando amamos es porque Dios nos permite beber unas gotas de Su mar de inmensidad. En otras palabras, cuando amamos no amamos de nosotros sino que somos canales de una fuente enorme que fluye desde fuera y cruza a través de nosotros.

Al fin de cuentas amar si es cosa de dos. Necesitamos que el dador del amor deposite de sí en nosotros para poder amar. Y necesitamos estar dispuestos a ser instrumentos de ese Amor. Y al pensar en esto mis ojos se llenaron de lagrimas. Lagrimas de asombro y quizá de satisfacción, pues realicé que era la respuesta que hace días estaba buscando. La presentación en este punto había terminando y cuando las luces se encendieron contemplé la sorpresa de mis compañeros y maestra al ver mis ojos húmedos ante las grotescas imágenes de la comedia.

9.16.2008

La sala de espera

Leía con avidez uno de los divertidos y vigorosos artículos que Chesterton publicara en el Daily News, mientras esperaba en la recepción de una enorme compañía que provee servicios especializados a clientes extranjeros mediante una conferencia telefónica. No hablare de lo que pienso acerca de este tipo de lugares, pues no quiero explayarme en lo que considero la abolición del hombre y la obra bien hecha, o la triste transacción que nuestra sociedad hizo al desplazar la calidad por la cantidad. Como dije, no he de criticar las políticas de los hombres de negocios ni el paralelismo de su moral con las motivaciones de conquista del romántico hombre de la luna. Esa mañana simplemente me encontraba entre las filas de aquellos desempleados que aspiraban encontrar un puesto de trabajo con flexibilidad de horarios y una remuneración más o menos justa.
En medio de la espera, transitaba en ‘cab’ por una calle inglesa junto a Chesterton, mientras le escuchaba hablar con su caracteristico denuedo poético y casi sobrenatural acerca del verdadero romanticismo de las cosas que el ama de su país, o de la ocasión en la que tuvo que esperar varias horas en la estación de tren (Esto lo hacia con la compasión de un amigo, quizá al verme en impaciente espera) con la sola compañía de unas tabletas de chocolate que había sacado de una maquina y uno de esos libracos modernos de dos peniques que hablan del progreso, y al oírle esa mañana me sentí asaz afortunado al tener su compañía. El sonido de su conversación y el murmullo de la campiña inglesa se confundía con el ruido de los tacones de mujeres de negocios de paso firme, o con los murmullos de obesos hombres de traje que entraban pegados a su celular repartiendo deferencia a diestra y siniestra. Observé pronto la existencia de un pequeño vigilante (¿O seria un duende?) que les miraba pasar. Tenía en sus ojos la inocencia de un niño y en sus acciones la actitud de un gatito que desea congraciarse con su amo. Pero los hombres y mujeres de aquella fría oficina, como ciegos ante la magia del vigilante-leprocón, le ignoraban. Chesterton continuaba relatando los hechos de esa tarde en la que tuvo que esperar su tren y del extraño suceso de encontrarse con ese libro, que llevaba por titulo: ‘Avanza o vete’, libro que disertaba acerca del éxito personal y de la imperativa de estar en movimiento como norma de progreso.
Aunque yo mismo no he tenido la suerte de leer tal volumen, creo que esa mañana sentí lo mismo que él. No sabía en verdad si éxito es avanzar o irme, pero algo le decía a mi conciencia que lo mejor era largarme. El pequeño agente del orden, al percatarse de mi espera se acercó a mí y de manera muy amable me preguntó si era mi primera entrevista y me deseo muy buena suerte en el proceso. Con gran asombro me percaté de la tierna admiración que aquel hombre profesaba por esos profesionales que a penas se detenían a hablar él y recordé, al ver sus ojos, las palabras del que dijo que para heredar el reino hace falta ser como un pequeño. Pensé también —Dejando a Chesterton solo por un instante— que nuestra sociedad hace algo supremamente estúpido: adora el éxito. Esa cosa que no significa sino superar en algo a alguien. Los libros de superación personal llenan los estantes de las librerías y aun muchos autores de la cristiandad proclaman un mensaje de éxito muy diferente al que muestran las escrituras. ‘Podrás tener éxito en la vida, pero eso es algo muy distinto a cumplir el propósito de tu vida’ dijo un autor bien intencionado, pero totalmente errado. Esa mañana, junto a Chesterton en la sala de espera, aprendí que el verdadero éxito en la vida consiste, en esencia, hacer la voluntad de aquel que nos creo.