11.20.2008

Nuestro Hogar

Todo romántico sabe de memoria que las grandes aventuras no ocurren en los días soleados y apacibles, sino en los días sombríos y lúgubres. A lo mejor sucede que esa vena de fanático y excéntrico que poseemos los románticos se enardece al ver las nubes cubrir el amado Sol.
Todo romántico sabe que parte de la alegría de vivir es poder soñar despierto y crear una ilusión con los ojos abiertos, con el viento acariciando el rostro y la hierba bajo los pies.
No necesita más que aire en sus pulmones y esperanza en el corazón, para entonar la vieja canción de los caminantes y alegrarse por la senda trazada ante sus pies.
El romántico verdadero agradece al Creador por el regalo del amor y también sabe que perder cuando se ama es casi tan dulce como ganar.
Es el eterno buscador de amaneceres, anhelando la llegada del alba aún en medio de sus conversaciones con las estrellas.
Es el juglar de la ilusión, el poeta del amor, el compositor de la canción perdida.
Podrás reconocer a cualquiera de esos extraños hombres si alguna vez le escuchas preguntar a un chofer de autobús, a un taxista o a un dispensador de boletos de tren si dicho medio de transporte llega hasta la tierra de las hadas.

Hay algo más en el corazón del romántico (y sépase que todos tenemos un poco de romántico, pues nuestro Padre es el romántico por excelencia): su añoranza por el hogar. Cualquiera que escuche una canción o lea algo de literatura —poesía o no— producida por un romántico, se dará cuenta rápidamente que el amor por el hogar es un tema recurrente. El héroe se ve fortalecido en el fragor de la batalla por la imagen apacible de su casa, así como el caminante en tierras lejanas sabe que no hay mejor lugar que el propio. La belleza del vasto mundo le permite recordar cuán hermoso es el lugar de donde partió, tal como aquella historia del joven inglés que emprendió un viaje por el mundo para encontrar la tierra más hermosa, quien, después de dar por cumplida su tarea, se dio cuenta que aquel bello lugar que había hallado era su propia tierra. Incluso Frodo y Sam confortan el corazón al hacer memoria de la comarca al pie mismo de las grietas del destino.

Amamos el hogar no por ser el mejor o el más bello, sino porque es el nuestro. Es nuestro refugio, nuestro techo. Calor en medio del frío, refugio en la tormenta, tranquilidad en medio de la frustración. Adentro nos espera la sonrisa del ser amado, que, aunque sumergido en su propio entorno, nos da la bienvenida y nos recuerda que estamos de nuevo en casa.
No hay mejor cosa después de un abrumador día de trabajo en el extraño mundo moderno que el hogar. No hay que abrirse espacio a la fuerza, pues el lugar nos es conocido. No tenemos que preguntar por la ubicación de las recámaras ni sentir pena por tomar alimentos del refrigerador, pues estamos en nuestro lugar.
Por esa razón me impactó profundamente leer las siguientes palabras de Moisés:

‘Señor, Tú has sido nuestro hogar en todas las generaciones’. Salmo 90.1 (BAD)

Dios mismo, ¿nuestro Hogar? Pensamos en Dios como un Padre, como el todo poderoso, como alguien a quien visitamos los domingos, pero nunca pensamos en Él como nuestro propio Hogar. Busqué un poco más y encontré que el concepto es patente en toda la Biblia. Jesús mismo dice:

‘Si alguno me ama, guardará mi Palabra; y mi Padre le amará, e iremos a él y haremos nuestro hogar con él’. Juan 14.23 (DA)

David lo dice de esta manera:

‘Una cosa he pedido al Señor, y ésa buscaré: que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor, y para meditar en su templo’. Salmo 27.4 (LBLA)

‘Tu bondad e inagotable generosidad me acompañarán toda la vida, y después viviré para siempre contigo en tu hogar Salmo 23.6 (BAD)

A lo mejor nuestra añoranza por el hogar no sea otra cosa que el clamor mismo del corazón.
Dios mismo desea ser nuestro hogar, nuestra morada. No le interesa ser una puerta de escape para el fin de semana, ni una casita veraniega. No quiere ser una cabaña para las vacaciones o el hogar de retiro para la vejez. Quiere ser nuestro techo ahora y siempre. Quiere ser nuestra dirección postal, nuestro punto de referencia. Quiere ser nuestro hogar. El refugio en la tormenta, el lugar de nuestro descanso, la fuente de nuestra nutrición. Casi no puedo controlar mi asombro al ver que Dios desea que moremos en Él permanentemente. ‘Porque en Él vivimos, y nos movemos, y somos (…)’ Hechos 17.28 (RV60).

11.18.2008

Rescatados del cesto de basura



Limpiando mi dormitorio encontré varias libretas llenas de escritos. Algunos poemas, uno que otro esbozo de alguna historia y otras monstruosidades para las cuales aún no existe clasificación. Palabras a veces carentes de sentido práctico pero nunca de sentimiento. Frases tejidas por un corazón arrebatado más que por una pluma ágil.
La mayoría fueron escritos antes de los 14 años y leerlos 8 o 9 años después produce una especial mezcla de emociones. A esa edad no tenía muy claro que quería escribir, pero escribía. No entendía mucho de la métrica ni el ritmo de los versos, no tenía un estilo definido y frecuentemente me dejaba llevar por la emoción del momento. Hay escritos muy alegres y otros muy depresivos.
Muchas de esas composiciones ahora yacen en el interior del cesto de basura y quizá muchas de esas páginas serán recicladas y usadas para imprimir un periódico sensacionalista al cual nadie cree pero que todos compran. Otros los conservaré conmigo hasta encontrarles un mejor uso, a lo mejor puedo rescatar alguna frase. Algunos jamás serán vistos por otro humano (no tengo objeción a mostrarlos a otros seres y criaturas bondadosas) —a veces el escritor escribe tratando juntar sus pedazos, y sucede que cuando la crisis ha pasado y los pedazos ya no están separados, el escrito pierde un poco el sentido—, y otros los compartiré con algún amigo cuando lo presuma conveniente.
Dos de esos escritos los comparto con los lectores de este blog. No por ser los mejores, ni por ser los que más me gustan ahora. Es más, son bastante malos a nivel literario, además de un poco ingenuos. Los comparto por lo que significaron cuando fueron escritos. Los transcribo exactamente como los hallé, garabateados con bolígrafo azul, en las amarillentas páginas de una libreta de taquigrafía:

Estrellas, preguntas y respuestas

Desde niño siempre me gustó mirar las estrellas. Podía contemplarlas hora tras hora, sin que eso disminuyera tan siquiera un poco mi ilusión.
—¿Por qué te gustan las estrellas? —Preguntó la inmensa vastedad— más no hubo más respuesta que un suspiro.
Tal vez, pienso, aquel niño tenía en las estrellas el combustible para su incandescente imaginación. Tal vez porque al ver las estrellas, las cosas, sensaciones, anhelos y palabras cobraban sentido…
Tal vez porque, cuando aquel niño insignificante enfrentaba su vista con el cielo, florecían nuevos sueños, infinitos y en constante expansión, como las mismas estrellas.
Tal vez porque con la mirada fija en ellas, no había cosa que pareciera imposible. ¿Es que acaso trataba de hallar las respuestas en la vastedad del firmamento? Ahora no lo se. Solo sé que aquel niño siguió soñando, y al mismo tiempo, cuando fijaba su vista en las estrellas, hallaba respuestas y muchas más preguntas.
Esas preguntas y respuestas forjaron en él sueños, sueños que ningún niño osó soñar jamás.
Y así, con el paso del tiempo y con cada estrella, con cada destello, con cada lágrima, con cada gota del rocío nocturnal, el niño escribió un grandioso libro.
No con tinta, ni en papel mortal, sino con polvo de estrellas, impregnado en su corazón…
Cierto día alguien inoportuno, un huésped indeseado, desafió al niño y su libro, el libro de las preguntas y respuestas.
—Trataste de hallar respuestas en la inmensa vastedad —dijo el huésped—, a cambio encontraste más y más preguntas
—Tal vez sea así —replicó el niño—. Es posible que al buscar respuestas hallé más preguntas. Pero esas preguntas me enseñaron el valor de la esperanza. Esperanza que es un arma, un arma de luz. Esperanza que es un manantial, torrente que refresca el alma. Aprendí que necesito esas preguntas para poder soñar. Tal vez, agregó, tal vez, lo que todos necesitamos es darnos cuenta que es posible soñar, soñar la ilusión de lo imposible.

La Flor

El amor, el más excelso de los sentimientos, fue la obra maestra del Artífice de la Primavera.
La flor perfecta del deseo puro fue plantada en el corazón de los hombres. Bella y policromática, fue creada para durar por siempre.
Debía ser blanca, pues nada habría más puro que ella.
Debía ser azul, para recordar la inmensidad.
Debía ser roja, como el geranio de la determinación…
De esa forma, el Creador dotó la flor de los más perfectos colores. Colores de esperanza, de paciencia, de perdón, de alegría. Puso además en su seno las mieles de la verdad, mieles que, según la propia indicación del Creador, servirían para sanar las heridas del alma y para liberar el corazón.
La indicación final para la creación de esta flor fue definitiva: el tiempo y el espacio no tendrían efecto alguno sobre ella.
La obra maestra del artífice de la primavera fue plantada en el corazón de los hombres, bajo un contrato firmado con tinta carmesí, sobre una vieja Cruz.

11.10.2008

Hombre de una pierna

Siempre me ha llamado la atención el cómo hablamos de otras personas y cómo les acusamos, con o sin mayor conocimiento de causa. Debo aclarar que las acusaciones que hacemos no siempre son negativas, pues a veces están llenas de halagos, atribución de cualidades imaginarias y de exaltación de las virtudes del prójimo. Pero el hecho de que nuestras afirmaciones respecto a otros estén llenas de buenas intenciones, no impide que la mayoría de veces dichas frases sean todo menos precisas.
Por ejemplo, alguien me dijo el día de ayer que sabía que precisamente iba a decir la frase que dije. Dijo que ya me conoce suficiente para inferir el curso de mis respuestas y discursos. Aunque oír esto me causó un disgusto nada insignificante, a la vez me pareció asaz divertido. El individuo (que así quiero llamarle) no tiene más de cuatro meses de conocerme y ya puede saber a la perfección lo que responderé ante cualquier pregunta. Ante esto tengo solo tres pequeñas objeciones. Primero, ni siquiera yo sé con certeza absoluta la forma en que responderé ante determinada línea de razonamiento o conversación. A veces yo mismo me sorprendo a mi mismo por el curso de mis respuestas, dándome cuenta con gusto, que ahora mis creencias y principios son más sólidos que antes. Segundo, tal individuo pertenece a una escuela de retórica diferente a la mía, lo cual hace casi imposible que pueda entenderme como dice. Cuando digo algo, mi objetivo es decir lo que quiero decir y nada más, y el lector u oyente atento no tendrá manera de pensar que quise decir algo más, mientras que ‘Individuo’ pertenece a esa clase muy común de personas que inicia una cantidad increíble de frases pero que no termina ninguna, la clase que tampoco escucha la oración completa y cree haber desentrañado los misterios de quien la dijo, adivinando el color del gato del orador con tan sólo escucharle leer algunos de sus versos. Tercero, siempre creí que aunque los humanos somos medianamente predecibles como masa —Hecho ampliamente demostrado por los economistas y los publicistas—, los humanos como individuos somos veleidosos, impredecibles, místicos y extravagantes. Si Dios no creó a nadie físicamente igual, ¿Por qué habría de hacer que dos o más humanos pensaran de la misma manera?

Un amigo muy cercano dijo otra de estas frases interesantes (que vuelvo a repetir: no son necesariamente negativas) diciendo que mis escritos carecen de conclusiones. Alguien más apuntó acerca de mi habilidad de no respetar mi propio tema y la maestría de mis divagaciones. El lector dirá si esto es así o no. Pero no me juzgue muy duramente aquel que sólo ha leído mis bagatelas.

Otra acusación más acertada la recibí la semana pasada. Uno de mis amigos me dijo que yo era ‘Ortodoxo’, con lo cual quería señalar que soy hombre de una idea y en esto tiene razón. En nuestros días se habla de tener una ‘mente abierta’ y dicha categorización se usa en sentido de superioridad. Si somos más exactos, al decir que posee una ‘mente abierta’ el hombre moderno quiere decir que tiene una docena de filosofías incompatibles bailoteando en su cabeza. Un amigable consejo: Tenga cuidado el hombre moderno, como dice aquel dicho vulgar, pues si las moscas entran en las bocas abiertas, también podrían entrar en las mentes abiertas.

Se nos acusa de ser hombres de una idea y eso es justo. Pero eso no significa que los ‘ortodoxos’ no podemos estudiar, entender ni apreciar otras ideas diferentes a las que consideramos correctas. Aquella frase de Chesterton explica muy bien a lo que me refiero. Él dijo: ‘Muchos dicen estar de acuerdo con Mr Bernard Shaw y otros dicen no entenderlo. Yo soy el único que lo entiende y no estoy de acuerdo con él’.

Nuestros mayores méritos como hombres ortoxodos, si es que existen méritos, es la seriedad de nuestras opiniones y nuestra diligencia en la búsqueda de la verdad, características escasamente halladas en las ‘mentes abiertas’, pues el moderno es amigo de lo relativo. Nada es blanco, nos dirá, nada es negro, todo es gris, todo es relativo a la perspectiva. Y yo diré que las sombras son oscuras, que la luz clara es la que posee todas las frecuencias del arco iris y que la virtud no es sólo la ausencia de vicios y perversiones sino algo fuerte y flamígero, puro y brillante, reluciente como una estrella.

Estoy orgulloso de ser hombre de una idea. Después de todo, la poesía de nuestra tierra es que tenemos una sola estrella que nos ilumina cada día: nuestro Sol. La poesía del arte es contemplar esa torre única, esa pintura fabulosa; la poesía de la naturaleza es ver ese único árbol que destaca en el horizonte; la poesía del amor es amar a la misma y única mujer y la poesía de nuestra religión (si se me permite usar esa palabra) es que tenemos un único Dios y creador.

Soy hombre de una idea. Pero estos días me tocó ser hombre de una pierna. Una herida en el pié afectada por un hongo que se adhirió a mi piel a causa de la lluvia produjo una infección horrenda, además de la obligatoria fiebre, dolor y sobre todo la inutilización de mi pierna derecha. Samael Melara parado en una pierna. La imagen de alguien como yo en plan de flamenco evoca, más que una imagen poética, una imagen hilarante. En estos días entendí mejor lo que los estudiantes de arquitectura dicen, eso de que una columna sirve únicamente para soportar peso, y eso es lo que tuvo que hacer mi pierna izquierda, la más sencilla de las columnas orgánicas.

Esta noche una amiga que llamó por teléfono, intentando levantar mis ánimos, me hizo recordar lo importante que es agradecer a Dios por las pequeñas felicidades con las que Él nos rodea cada día. Qué malo es que nos demos cuenta de lo terriblemente bellas y asombrosas que son las facultades que nos han sido dadas hasta que carecemos de ellas o cuando estas son puestas a prueba. Sea que nuestra razón sea probada en un mundo de locura, nuestra fe en un mundo de apostasía o nuestra pierna izquierda que es puesta a prueba al cargar el peso de todo el cuerpo.

No esperemos que lleguen los tiempos de adversidad para apreciar lo que nos ha sido dado. Agradezcamos el Sol a diario, añoremos Su calor cada día y no solo en los días de frío y tormenta.