9.16.2008

La sala de espera

Leía con avidez uno de los divertidos y vigorosos artículos que Chesterton publicara en el Daily News, mientras esperaba en la recepción de una enorme compañía que provee servicios especializados a clientes extranjeros mediante una conferencia telefónica. No hablare de lo que pienso acerca de este tipo de lugares, pues no quiero explayarme en lo que considero la abolición del hombre y la obra bien hecha, o la triste transacción que nuestra sociedad hizo al desplazar la calidad por la cantidad. Como dije, no he de criticar las políticas de los hombres de negocios ni el paralelismo de su moral con las motivaciones de conquista del romántico hombre de la luna. Esa mañana simplemente me encontraba entre las filas de aquellos desempleados que aspiraban encontrar un puesto de trabajo con flexibilidad de horarios y una remuneración más o menos justa.
En medio de la espera, transitaba en ‘cab’ por una calle inglesa junto a Chesterton, mientras le escuchaba hablar con su caracteristico denuedo poético y casi sobrenatural acerca del verdadero romanticismo de las cosas que el ama de su país, o de la ocasión en la que tuvo que esperar varias horas en la estación de tren (Esto lo hacia con la compasión de un amigo, quizá al verme en impaciente espera) con la sola compañía de unas tabletas de chocolate que había sacado de una maquina y uno de esos libracos modernos de dos peniques que hablan del progreso, y al oírle esa mañana me sentí asaz afortunado al tener su compañía. El sonido de su conversación y el murmullo de la campiña inglesa se confundía con el ruido de los tacones de mujeres de negocios de paso firme, o con los murmullos de obesos hombres de traje que entraban pegados a su celular repartiendo deferencia a diestra y siniestra. Observé pronto la existencia de un pequeño vigilante (¿O seria un duende?) que les miraba pasar. Tenía en sus ojos la inocencia de un niño y en sus acciones la actitud de un gatito que desea congraciarse con su amo. Pero los hombres y mujeres de aquella fría oficina, como ciegos ante la magia del vigilante-leprocón, le ignoraban. Chesterton continuaba relatando los hechos de esa tarde en la que tuvo que esperar su tren y del extraño suceso de encontrarse con ese libro, que llevaba por titulo: ‘Avanza o vete’, libro que disertaba acerca del éxito personal y de la imperativa de estar en movimiento como norma de progreso.
Aunque yo mismo no he tenido la suerte de leer tal volumen, creo que esa mañana sentí lo mismo que él. No sabía en verdad si éxito es avanzar o irme, pero algo le decía a mi conciencia que lo mejor era largarme. El pequeño agente del orden, al percatarse de mi espera se acercó a mí y de manera muy amable me preguntó si era mi primera entrevista y me deseo muy buena suerte en el proceso. Con gran asombro me percaté de la tierna admiración que aquel hombre profesaba por esos profesionales que a penas se detenían a hablar él y recordé, al ver sus ojos, las palabras del que dijo que para heredar el reino hace falta ser como un pequeño. Pensé también —Dejando a Chesterton solo por un instante— que nuestra sociedad hace algo supremamente estúpido: adora el éxito. Esa cosa que no significa sino superar en algo a alguien. Los libros de superación personal llenan los estantes de las librerías y aun muchos autores de la cristiandad proclaman un mensaje de éxito muy diferente al que muestran las escrituras. ‘Podrás tener éxito en la vida, pero eso es algo muy distinto a cumplir el propósito de tu vida’ dijo un autor bien intencionado, pero totalmente errado. Esa mañana, junto a Chesterton en la sala de espera, aprendí que el verdadero éxito en la vida consiste, en esencia, hacer la voluntad de aquel que nos creo.

No hay comentarios.: