10.27.2008

Paradojas (I)

Alguien dijo una vez que el señor Bernard Shaw vivía de la paradoja, y yo, no estoy de acuerdo. El hombre habría sido el más rico de su tiempo con tan solo recibir dos peniques por cada una de sus locuras. Alguien con una mente tan lúcida como la suya podía inventar un sofisma, una paradoja obscena cada seis minutos.
Shaw es el autor de todas esas frases grotescas y cargadas de bestialidad que son tan recordadas por muchos pesimistas de nuestro tiempo, de las cuales una en particular viene a mi mente: ‘la Regla de Oro es que no existe ninguna Regla de Oro’. Otra de estas frases, expresada por Oscar Wilde (Y tan intensa como cualquier graznido de Schopenhauer) es la célebre: ‘Puedo resistirlo todo, excepto la tentación’.

El lector puede entonces pensar que la paradoja es, al igual que la retórica, un instrumento inicuo que disfraza la mentira con las ropas de la verdad, un artificio que permite al lobo tornarse oveja. Mi repuesta a esto es que la paradoja es un instrumento que ha sido mal empleado por muchos, pero que también puede servir a los propósitos de la razón bien entendida. G. B. Shaw la usó con su pasión y descaro Irlandés para proferir la decadencia de su filosofía satírica. Chesterton la usó para mostrar las verdades que toda su vida buscó, y que encontró a la vuelta de la esquina, en el atardecer de su vida. Angustiado por la falta de interés su generación hacia la verdad, generación más preocupada por los buenos modales y el sentido del humor que por la moral práctica, generación que había dibujado la verdad como una caricatura aburrida y falta de interés, angustiado, hizo lo único que podía: tomó las verdades más sencillas de su credo y las puso de cabeza, como en una comedia. ‘Consideraba que una paradoja, —Diría Gabriel Syme, uno de sus personajes— puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada’.
Es increíble el número de verdades que están expresadas en paradojas, sean estas planas o circulares. Escribí una de esas paradojas en una de mis bagatelas titulada ‘Cosa de Dos’. La frase corre más o menos así: ‘Dicen que no podemos amar a quien no conocemos de verdad. Lo cierto es que no podemos conocer a alguien de verdad hasta que decidimos amarle’.

El Cristianismo está lleno de estas paradojas, defensas ingeniosas de lo que no necesita defensa. Una de esas paradojas puede ser explicada con un caso conocido por todos nosotros, digamos, el caso de un soldado. ‘El que quiera salvar su vida la perderá’ no es una pieza de misticismo para santos y héroes, es sabiduría del sentido común para todos. Un soldado rodeado de enemigos necesita combinar su fuerte deseo por vivir con el desprecio de la muerte. No puede simplemente asirse de su desesperación por vivir, porque entonces se convertirá en un cobarde y un cobarde no escapará de semejante situación. Debe buscar la vida en actitud de profusa indiferencia hacia la misma, debe desear la vida como desea el agua, y beber la muerte como se bebe el vino.

Una de las frases más ridículas que he oído en toda mi vida es aquella de: ‘Juanito está en un proceso de descubrimiento, se está encontrando a sí mismo’. Lo irónico del caso es que mientras más buscamos ser quienes somos por nuestros propios medios, más nos alejamos de quien fuimos planeados para ser. Sólo cuando nos negamos a nosotros mismos y dejamos que Su voluntad sea nuestra voluntad y su corazón sea nuestro corazón, solo entonces, encontramos nuestra verdadera identidad. Esta es otra de las paradojas del Cristianismo.
Más adelante espero poder narrar más de estas paradojas, las paradojas del Cristianismo, además de otras, harto buenas e hilarantes, como aquella, la historia de ciertos hombres que, cuando no había nada que beber, se embriagaron en seguida.

10.23.2008

Para F. M.

Del aquel recuerdo, de ese mismo sueño que soñamos juntos, aquella noche fría
Bajo aquella luz de estrellas, canciones y versos sin fin, escribir podría.
Las veces que alargamos los segundos y pospusimos despedidas
Buscando pretextos, hallando caminos, dulces palabras, harto repetidas
De votos que dijimos, ebrios de amor que no perdió su frescura,
De la confesión que mi alma, a tu oído narró con premura.
Ante la respuesta dulce de tus ojos tiernos,
Ante el ‘te quiero’ que fundió de mi triste alma los inviernos.

Con lagrimas juramos promesas, abatimos gigantes con valor
Compusimos sonetos, creamos presurosos nuestras propias canciones de amor
Descubrimos el misterio, lluvias tempranas ante un Sol perplejo
Nuestros corazones eran jóvenes, pero el mundo era en verdad muy viejo.
Yo, con mi verso frágil, palabra nerviosa
Tú, con suspiro tenue, me tomabas, con tu mano de Rosa.
Poema fuente de poesía, inspiración de mi canto
Fantasía de mis sueños, el amor de tu encanto.

Cuando me volví rayo de luna, para entrar por tu ventana
Brisa fresca hecha suspiros cada mañana,
Rogué al Sol te cubriese, de amor, de esperanzas
Rogué al Cielo el deseo cumplido de tus añoranzas
Y verte alcanzar el monte alto de tu ilusión, la cumbre de tu anhelo
Que se abre ante ti sonriente, mientras se disipa el velo
De la noche oscura, que un día te hizo llorar,
Sobre las nubes y la tormenta, en el nuevo día, libre podrás volar.

Para estar cerca de tus labios, me volví canción de alegría
La nota fugitiva que no recuerdas, Tú que eres mágica melodía.
Para acompañar la frescura de tus pasos, para mirarte en silencio, sin remordimiento
Envié flores diminutas que, a tus pasos dulces, se abren con el viento.
Para morar cerca tuyo, en tu aliento, en tus cabellos, me volví nardo y jazmín
Perfume delicado, suave y firme, que siempre acompañará tu belleza sin fin.
Envié la fresca brisa, para anunciar aquellas palabras, que solo tú y yo conocemos;
Tan serias y breves. Tan dulces y eternas. Nunca tomadas a la ligera. Eso tú y yo lo sabemos.

Entendimos la dura senda que nos trazaba el camino:
Dos miradas que se buscan, dos lugares diferentes y el sueño de un destino
Esperar con paciencia no era fácil. No, no era sencillo.
Añoraba la cercanía de tus palabras, y oh hermosa, de tus ojos, aquel brillo.
Con la esperanza de verte un poco mas cerca, ¡Cuantas veces te veía en una estrella!
Mis sueños tienen forma de constelación, tienen tu forma delicada, tu forma bella
Tienen la forma de tu ilusión, como el brillo inextinguible que en tus ojos miraba
Como el fuego sereno, eterno misterio, que junto a las estrellas develaba.

Ahora tengo en mis manos aquel libro, aquel cuento que juntos leímos
La noche del primer beso, tomados de la mano, cuando juntos reímos
Era suave tu acompasado aliento, era música tu voz miedosa, y tu risa poesía
El miedo se cambió en abrazos, y las miradas, en promesas no dichas, que nunca olvidaría.
Ha pasado el tiempo, los días siguen su curso. Y solo tengo tu recuerdo, momento a momento.
Ahora entiendo mejor todo aquello que alguna vez creímos obstáculo, fiero impedimento.
Hoy hay sabiduría para echar raíces, y esperanza en Dios para planear un porvenir
Hoy que por fin puedo gritar: ¡te amo!, sin necesidad de hablar, tú no estás, para poder oír

10.11.2008

El negro Baal

Siempre sentí gusto por la lluvia y por ello me era difícil entender a aquellos que se deprimen en los días grises, cuando se ven rodeados por una asombrosa cortina de plata.
Algo que sé con seguridad es que en los brillantes días azules, cuando el Sol parece brillar un poco más, no deseo que ocurra nada en especial, pues mi universo está completo. El mundo es en esos días un bello espectáculo y la belleza debe contemplarse.
No se me ocurren aventuras, ni despierta en mí el sentido novelesco en los días de paz y calma. Pero ocurre algo diferente en los verdaderos días grises. En los días malos, cuando el cielo encima mío escribe un testamento en letras plomizas de tristeza, se me antoja pintarlo con los vivos colores de la fantasía. Creo que es ese un principio conocido por todos los románticos: cuando todo en nuestro entorno fracasa, nuestra alma inmortal se niega a fracasar. Cuando el mensajero de la desdicha nos dice que nada ocurrirá, nuestro corazón se dispone a lograr que algo suceda.

Y aquel día era uno de esos días grises donde la lluvia externa tan sólo enfatizaba la oscuridad anormal que se cernía sobre mí como en un crepúsculo siniestro. Bajo la tenue pero constante lluvia se dibujaba una curiosa forma que retaba cualquier rastro del sentido común moderno: era yo, caminado rumbo a la Biblioteca con protección suficiente para mis libros pero insuficiente para mí. Debo confesar que creo que cuando Dios inventó los días lluviosos, seguro los ideó para que no los pasáramos a solas sino en compañía de la familia, de un amigo o entre medio de los libros.

Después de sacudirme casi perrunamente, olvidé mi tristeza por un instante fugaz en aquel mar de felicidad. Un par de horas más tarde, cuando estaba a punto de salir me percaté que la lluvia no había disminuido ni en un ápice su intensidad y decidí quedarme un poco más. Conocía el lugar donde me sería fácil pasar el tiempo que fuera necesario y hacia allá me dirigí. Era la sección de literatura inglesa. Los que me conocen saben que mis tres autores favoritos y muchos otros por los que siento fascinación (Chaucer, Shakespeare, Dickens, Blake, Yeats, etc.) provienen de esa idea, esa tradición y ese imperio que es Inglaterra.
Mientras caminaba por los pasillos y me internaba en aquel claustro de deleite pensaba que al final de cuentas nada anormal iba a ocurrir. Pero estaba equivocado. Cuando empecé a tomar libros de los estantes y a formar una pequeña torre sobre el carrito que me ayudaría a llevarlos, me percaté que aunque estaba sólo en ese pasillo, en el pasillo subyacente había un grupo personas sosteniendo una plática. Al principio pensé que es muy tentador violar las reglas y que eso era lo que ellos estaban haciendo al hablar donde se requería silencio absoluto. Pero luego empecé a poner atención a la conversación de lo que parecían ser tres personas. Si. Me confieso culpable del pecado de fisgar: todos tenemos dentro de todos nosotros algo de fisgón, pues ¿qué sería de las grandes epopeyas sin un fisgón?

En la conversación un hombre de voz armoniosa y didáctica preguntaba a dos señoritas por qué creían que conocían a Dios y por qué basaban su conocimiento en la fe y no en la experiencia. Retaba su percepción sensorial inmediata y decía que era imposible conocer a alguien por experiencia, personal o ajena. Sus argumentos eran gráciles, refinados y muy filosóficos. Aparentemente, por la línea de su conversación, era un ateo simpatizante del budismo. Sus argumentos tenían todas las mejores cualidades, pero carecían de una cualidad quizá insignificante y menospreciada en nuestros días: carecían de veracidad.
El joven destrozó los pobres argumentos de la joven que parecía defender la existencia de Dios, pues la otra saltaba de un campo a otro y no se sabía si estaba a favor o en contra de su misma vida. Hasta este punto no les había visto las caras, pues una pared de caballeros ingleses nos separaba.
—No puedes tener una fe ciega. No puedes confiar en lo que no conoces. La fe de los budistas se basa en la experiencia… —decía aquel mensajero de iniquidad, que ya había comenzado a exasperarme—. La cuestión, —apuntaba— es que las características que adjudicamos a la deidad son aquellas de las que carecemos y que quisiéramos ver en las personas alrededor de nosotros…
Su disertación era ágil y engañosa, sin contar que estaba llena de contradicciones.
Traté de moverme y no pude hacerlo. Quería huir de una conversación a la que no había sido invitado, pero no me fue posible. Estaba casi hipnotizado y sentí dentro de mi ser un extraño temor. Quería gritar, tirar un libro, botar la estantería o golpear a aquel hombre para hacerlo desistir de su conversación. Vencerlo en debate y argumentación no sería suficiente. Debía hacerle callar, fuera esto lo último que hiciera en la vida.
Se me figuró que aquel individuo no era más que un negro baal que había descendido a reclamar himnos de alabanza para su gloria.
Movido por este celo intenso empecé a caminar sintiendo que me dirigía a la última y la más heroica de las cruzadas, mientras la voz de aquel individuo no desaparecía: ‘la religión no debe limitar tu creencia. Si creer en Dios te hace feliz, adelante. Si creer en varios dioses te satisface, eres libre para hacerlo. Si eres feliz al no creer en ninguno, eres un ser supra espiritual con libre albedrío’. Su argumento era cada vez más perverso a medida me acercaba, su ciencia anunciaba la nada, su arte la decadencia y su hombría se avergonzaba del honor, pues es cosa de hombres creer en un Dios que posee un reino que solo arrebatarán los valientes.

Antes de que alcanzara el final del pasillo, se les unió una voz: era la empleada de la Biblioteca que les suplicaba continuar su conversación en otro lado. Y eso fue lo que hicieron. Salieron del pasillo y tomaron las escaleras rumbo a la salida mientras seguían su charla. Pude ver el pálido rostro de aquel hombre común que se me figuró la encarnación de un baal negro, con una mitra blasfema en su frente y una toga de ébano con los rayos de la noche.

Mi corazón volvió de nuevo a su ritmo normal con una rapidez asombrosa. Caminé hacia el escritorio de aquella pequeña mujer de lentes y le hice algunas preguntas rápidas acerca de la fe y de Dios, como queriendo comprobar que había despertado de una pesadilla. Ella las respondió de manera amable pero breve y me dijo que no podía hablar más en ese lugar. Asentí con una sonrisa que fue correspondida y me dirigí a las escaleras que llevan a la salida. Pensé además que en una ocasión diferente me gustaría encontrarme con ese singular grupo para poder compartirles mi fe.
Afuera la lluvia había desaparecido por completo y el cielo limpio dejaba ver las primeras estrellas en el domo nocturno.