10.11.2008

El negro Baal

Siempre sentí gusto por la lluvia y por ello me era difícil entender a aquellos que se deprimen en los días grises, cuando se ven rodeados por una asombrosa cortina de plata.
Algo que sé con seguridad es que en los brillantes días azules, cuando el Sol parece brillar un poco más, no deseo que ocurra nada en especial, pues mi universo está completo. El mundo es en esos días un bello espectáculo y la belleza debe contemplarse.
No se me ocurren aventuras, ni despierta en mí el sentido novelesco en los días de paz y calma. Pero ocurre algo diferente en los verdaderos días grises. En los días malos, cuando el cielo encima mío escribe un testamento en letras plomizas de tristeza, se me antoja pintarlo con los vivos colores de la fantasía. Creo que es ese un principio conocido por todos los románticos: cuando todo en nuestro entorno fracasa, nuestra alma inmortal se niega a fracasar. Cuando el mensajero de la desdicha nos dice que nada ocurrirá, nuestro corazón se dispone a lograr que algo suceda.

Y aquel día era uno de esos días grises donde la lluvia externa tan sólo enfatizaba la oscuridad anormal que se cernía sobre mí como en un crepúsculo siniestro. Bajo la tenue pero constante lluvia se dibujaba una curiosa forma que retaba cualquier rastro del sentido común moderno: era yo, caminado rumbo a la Biblioteca con protección suficiente para mis libros pero insuficiente para mí. Debo confesar que creo que cuando Dios inventó los días lluviosos, seguro los ideó para que no los pasáramos a solas sino en compañía de la familia, de un amigo o entre medio de los libros.

Después de sacudirme casi perrunamente, olvidé mi tristeza por un instante fugaz en aquel mar de felicidad. Un par de horas más tarde, cuando estaba a punto de salir me percaté que la lluvia no había disminuido ni en un ápice su intensidad y decidí quedarme un poco más. Conocía el lugar donde me sería fácil pasar el tiempo que fuera necesario y hacia allá me dirigí. Era la sección de literatura inglesa. Los que me conocen saben que mis tres autores favoritos y muchos otros por los que siento fascinación (Chaucer, Shakespeare, Dickens, Blake, Yeats, etc.) provienen de esa idea, esa tradición y ese imperio que es Inglaterra.
Mientras caminaba por los pasillos y me internaba en aquel claustro de deleite pensaba que al final de cuentas nada anormal iba a ocurrir. Pero estaba equivocado. Cuando empecé a tomar libros de los estantes y a formar una pequeña torre sobre el carrito que me ayudaría a llevarlos, me percaté que aunque estaba sólo en ese pasillo, en el pasillo subyacente había un grupo personas sosteniendo una plática. Al principio pensé que es muy tentador violar las reglas y que eso era lo que ellos estaban haciendo al hablar donde se requería silencio absoluto. Pero luego empecé a poner atención a la conversación de lo que parecían ser tres personas. Si. Me confieso culpable del pecado de fisgar: todos tenemos dentro de todos nosotros algo de fisgón, pues ¿qué sería de las grandes epopeyas sin un fisgón?

En la conversación un hombre de voz armoniosa y didáctica preguntaba a dos señoritas por qué creían que conocían a Dios y por qué basaban su conocimiento en la fe y no en la experiencia. Retaba su percepción sensorial inmediata y decía que era imposible conocer a alguien por experiencia, personal o ajena. Sus argumentos eran gráciles, refinados y muy filosóficos. Aparentemente, por la línea de su conversación, era un ateo simpatizante del budismo. Sus argumentos tenían todas las mejores cualidades, pero carecían de una cualidad quizá insignificante y menospreciada en nuestros días: carecían de veracidad.
El joven destrozó los pobres argumentos de la joven que parecía defender la existencia de Dios, pues la otra saltaba de un campo a otro y no se sabía si estaba a favor o en contra de su misma vida. Hasta este punto no les había visto las caras, pues una pared de caballeros ingleses nos separaba.
—No puedes tener una fe ciega. No puedes confiar en lo que no conoces. La fe de los budistas se basa en la experiencia… —decía aquel mensajero de iniquidad, que ya había comenzado a exasperarme—. La cuestión, —apuntaba— es que las características que adjudicamos a la deidad son aquellas de las que carecemos y que quisiéramos ver en las personas alrededor de nosotros…
Su disertación era ágil y engañosa, sin contar que estaba llena de contradicciones.
Traté de moverme y no pude hacerlo. Quería huir de una conversación a la que no había sido invitado, pero no me fue posible. Estaba casi hipnotizado y sentí dentro de mi ser un extraño temor. Quería gritar, tirar un libro, botar la estantería o golpear a aquel hombre para hacerlo desistir de su conversación. Vencerlo en debate y argumentación no sería suficiente. Debía hacerle callar, fuera esto lo último que hiciera en la vida.
Se me figuró que aquel individuo no era más que un negro baal que había descendido a reclamar himnos de alabanza para su gloria.
Movido por este celo intenso empecé a caminar sintiendo que me dirigía a la última y la más heroica de las cruzadas, mientras la voz de aquel individuo no desaparecía: ‘la religión no debe limitar tu creencia. Si creer en Dios te hace feliz, adelante. Si creer en varios dioses te satisface, eres libre para hacerlo. Si eres feliz al no creer en ninguno, eres un ser supra espiritual con libre albedrío’. Su argumento era cada vez más perverso a medida me acercaba, su ciencia anunciaba la nada, su arte la decadencia y su hombría se avergonzaba del honor, pues es cosa de hombres creer en un Dios que posee un reino que solo arrebatarán los valientes.

Antes de que alcanzara el final del pasillo, se les unió una voz: era la empleada de la Biblioteca que les suplicaba continuar su conversación en otro lado. Y eso fue lo que hicieron. Salieron del pasillo y tomaron las escaleras rumbo a la salida mientras seguían su charla. Pude ver el pálido rostro de aquel hombre común que se me figuró la encarnación de un baal negro, con una mitra blasfema en su frente y una toga de ébano con los rayos de la noche.

Mi corazón volvió de nuevo a su ritmo normal con una rapidez asombrosa. Caminé hacia el escritorio de aquella pequeña mujer de lentes y le hice algunas preguntas rápidas acerca de la fe y de Dios, como queriendo comprobar que había despertado de una pesadilla. Ella las respondió de manera amable pero breve y me dijo que no podía hablar más en ese lugar. Asentí con una sonrisa que fue correspondida y me dirigí a las escaleras que llevan a la salida. Pensé además que en una ocasión diferente me gustaría encontrarme con ese singular grupo para poder compartirles mi fe.
Afuera la lluvia había desaparecido por completo y el cielo limpio dejaba ver las primeras estrellas en el domo nocturno.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es realmente duro ver cómo se puede confundir tanto a las personas con argumentos vacíos de contenido real (vacíos de vida, llenos de soberbia... )

Gracias por contarnos tu experiencia Sam.

Y qué bueno que podemos confiar que Él encaminará a bien al que en su corazón tiene el verdadero deseo de conocerle.

Pato